viernes, 2 de febrero de 2001

La Caravana del 69

A 32 años de una caravana histórica

LA CARAVANA DEL 69: LA IRRUPCIÓN FORMAL DE MISIONES EN EL MUNDO

El 12 de abril 1969 una travesía histórica se iniciaba en Puerto Rico. Su capitán terrestre, Abdon Vier, se había propuesto hacer conocer al país las bondades de la tierra colorada. 27 personas, 60 animales, 17 días de viaje, 2 horas cortando el tránsito en el obelisco y la noticia colmando las redacciones de los diarios metropolitanos, Misiones hacía su entrada formal en el escenario nacional y mundial.

Con lo salvaje y lo romántico, con lo rubio y lo aborigen, con animales y productos agrícolas, con la pasión de un hombre que creía que lo autóctono se debía imponer por sobre lo foráneo, la caravana a Buenos Aires fue concretada, aunque con dificultades, en sus objetivos principales. El tiempo y la falta de reconocimiento harían el resto: hoy no se sabe a ciencia cierta si esa expedición se realizó o no, ya que además de la falta de memoria, la historia de la Caravana del 69 combinó, desde el principio, una atmósfera ficcional con un crudo realismo, habiendo podido formar parte, sin forcejeo, la trama literaria de cualquier epopeya histórica.

Una provincia y un mercado común del sur; un momento histórico, el actual, y un protagonista a la hora de generar actividad económica: el turismo. Un país, Argentina, y un eslogan, “Vamos de vacaciones, vamos Argentina”. Una provincia, Misiones, y una salida, “Primero, Conozca Misiones”. Un hombre, Abdon Vier, y una fecha, el 29 de abril; una caravana, la del 69, y un momento trascendental para el rumbo que empezaba a tomar la historia misionera.

Nace una idea, se proponen objetivos

Dice Abdon Vier que cuando él era joven acarreaba rollos con bueyes, y que sin saberlo esa actividad laboral fue el punto de partida de la aventura nunca antes realizada en Argentina. A través de la ruta 12 trasladaba rollos hacia los aserraderos y hacia los puertos del río Paraná. Entonces los turistas lo hacían parar para sacarse fotos junto a los “árboles” que tanto llamaban su atención. “Me dije que un día iba a hacer conocer Misiones –asegura que se propuso-, que no es una provincia donde sólo hay indios y víboras. Por eso en el año 66 empecé a trabajar en la gira y en el año 69 pude concretarla”.

El objetivo principal era hacer conocer Misiones, mostrar una provincia que en muchos aspectos era única en la República Argentina: lo guaraní, la selva, lo puro, lo exuberante, lo que todavía no había sido tocado por la economía agroexportadora.

El gobierno provincial de aquellos años oscuros daría el visto bueno a la Caravana, pero no le otorgaría un apoyo económico a pesar de que la campaña propagandística afectaría a todo el territorio misionero. Así, el proyecto se perfiló como una iniciativa privada en la que Vier invertiría sus más preciados bienes, y a la que muchos colonos del centro de la provincia ayudarían a financiar. Si bien los gastos serían exorbitantes, también era cierto que en el peor de los casos, un mínimo de repercusión ya sería sufiente para saldar los empréstitos. Eso sí, aunque los cálculos eran siempre positivos, Abdon Vier supo desde el principio el riesgo al que se estaba exponiendo: “Si la Caravana no funciona me hundo”, dijo, en la que fue una de las declaraciones más contundentes de aquel abril del 69.

Mientras tanto nacía una idea, la de una caravana bajando hacia Buenos Aires, y una ilusión, la de exponer Misiones en la vidriera argentina de mayor importancia. Pero sobre todo, se concebía una visión de Futuro: el turismo como generador de recursos económicos. No una utopía, porque habría de haber un lugar: el obelisco de la ciudad de Buenos Aires, con sus miles de autos y millones de habitantes, en un incierto atardecer de una jornada laboral porteña.

La delegación

Después de que la idea de la Caravana viera la luz, Abdon Vier inició una de las etapas más duras de la travesía: la constitución de la delegación que viajaría a Buenos Aires.

Poco a poco fue encontrando a las personas apropiadas, que en total sumarían 27, entre niños y mayores. Cada integrante tendría una función específica, y un tipo de relación con el Capitán Terrestre. Desde gente encargada de las tareas más duras hasta una pareja de aborígenes guaraníes que sólo viajaban en representación de las raíces culturales misioneras. Una orquesta con prestigiosos músicos acompañaría a la Caravana interpretando la música folklórica misionera. Una chica de 18 años, llamada Ana María Graf, cantaría al ritmo de su guitarra derramando pasión y entusiasmo. Y un motociclista, Alberto Prestes, haría de las suyas cuando la Exposición fuera llevada a cabo.

Acomodado sobre un cachapé, un tronco de cañafístola, de 12 metros de circunferencia, se presentaba como la mayor atracción. Como siempre sucede con esta especie –Virapitá en guaraní-, llegado a determinado punto de su evolución natural, un proceso de putrefacción se inicia en su interior convirtiéndolo en una verdadera cueva vegetal. Como parte del espectáculo, un Ford Falcon lo atravesaría para demostrar su tamaño comparativo. “Hay muchos como éste allá en Misiones –habría de declarar Abdon Vier a la prensa- pero no tan grandes ni tan añejos”.

Para luchar contra la mala memoria y cumplir con el rigor histórico, un camarógrafo, Roberto Mirone, filmaría un documental basado en la travesía a Buenos Aires, llamado “Misiones hacia el país”. Simultáneamente estaría a cargo de la proyección de la película “Misiones Tierra Colorada”, imágenes ilustrativas de las actividades económicas misioneras, como los procesos de la yerba y el almidón, el cautiverio de los guaraníes con sus ritos y lugares propios, y algunas ciudades misioneras con sus calles principales aún vestidas de rojo.

Sin dudas, la dificultad más extenuante fue la caza de animales. Cada especie tenía su debilidad y era en esa dirección que el Capitán Terrestre iba apuntando a la hora de capturarlos. En 2 camionetas y en alguno de los 5 camiones que constituyeron la travesía fueron albergadas las 60 especies de animales, entre las que resaltaban las más de cien mariposas disecadas, una colección de arañas, varias especies de víboras, un oso hormiguero, jabalíes, carpinchos, tatetos, monos y coatíes.

El animal más incrédulo solía ser el Jaguareté. Dice Abdon Vier que para capturarlo había que ir poniendo la carnada en las inmediaciones de la trampa, durante algunos días, e ir acercándola paulatinamente. “Tardábamos seis meses para lograr atraparlos”. Una vez cazados, restaba la tarea constante de darles de comer y de hacer las jaulas con las cuales poder trasladarlos.

Las familias de Abdon Vier y Fausto Zulliani –algo así como un fiel amigo que se desempeñaba como lo que hoy llamamos vocero- más la pareja de jóvenes aborígenes y algunos trabajadores viajarían en tres casas rodantes. Como escribiría un importante semanario porteño, las condiciones en que viajaron los integrantes de la Caravana serían demasiado desalentadoras para cualquier porteño. Pero las 27 personas estaban dispuestas a sufrir la incomodidad y las dificultades que fueran necesarias a cambio del minuto de difusión cultural. Donde terminaba el límite del espíritu aventurero empezaba la fuerza que arrastra a los que están dispuestos a todo por alcanzar sus objetivos.

El Capitán Terrestre: el viaje

También dice Abdon Vier que encabezar la travesía fue una misión harto complicada: “Tenía que estar a cargo de todo lo que iba sucediendo en el transcurso de la travesía. Controlar de noche y de día, inclusive a la hora de ir a dormir. Había mucha gente bajo mi responsabilidad, y algunos eran menores de edad”.

En cuanto la Caravana zarpó, el Capitán Terrestre se percató de que ya no podría dejar de dar órdenes, y sobre todo que el papel de líder era mucho más arduo de lo que jamás había imaginado. La preocupación principal estaba siempre en relación al cuidado de los animales, ya que ese aspecto era el que menor fervor despertaba entre los trabajadores de la Caravana. Cuando por las noches paraban a acampar, Abdon debía hacer bajar los animales de los camiones, hacer limpiar las jaulas, organizar la guardia, decidir el menú.

Como todo grupo humano, las relaciones iban al compás de ritmos cambiantes, de excelentes a precarias, y de tan excelentes que pasaban a provocar los mismos dolores de cabeza que las discusiones más ásperas. Con la pareja guaraní hubo que conciliar algunas discrepancias culturales. Por ejemplo, acostumbrarlos a que durante la expedición a Buenos Aires usaran los baños y a no comer desmesuradamente. Cuando se iban acercando a las grandes ciudades, necesitaron ser tranquilizados para que no se escaparan, ya que una fuga podría salirles demasiado caro a quienes están habituados a la tranquilidad de la selva misionera.

Con respecto a los medios de transporte, los camiones, en esos finales de la década del sesenta, no tenían la tecnología que más tarde adquirirían. Fue necesario crear mecanismos de frenaje y enganchar los camiones unos a otros, especialmente cuando tuvieron que bajar los cerros misioneros por una Ruta 12 que hasta Santa Ana todavía no había sido afaltada.

Hasta la llegada a Buenos Aires se sucederían los más impensados inconvenientes, desde el cacique tratando de escaparse del mundanal ruido hasta defraudaciones burocráticas. En todas tomaría parte el Capitán Terrestre, sin claudicar nunca en su sueño de la Exposición Misionera. “Sufrimos mucho”, dice hoy Abdon Vier, y consciente de que sus palabras gozan de credibilidad, agrega: “Porque no es fácil. No creo otro loco haya hecho algo semejante”.

La expulsión, La protesta, La noticia

En la última semana de abril de 1969 la Caravana misionera llegó a Buenos Aires, estableciéndose en los terrenos de la ex Penitenciaría Nacional, entre la avenida Las Heras y la calle Zuviría. La Exposición fue montada con rapidez, y pronto se vio invadida por cientos de porteños y por gran parte de los medios de comunicación.

Después de haber permanecido casi una semana en el parque, fuerzas de seguridad ordenaron, a pedido de un funcionario de la entonces Capital Federal, el desalojo de esa delegación que tan alarmantemente había ingresado a la ciudad. Si no acataban, irían a prisión, y los animales serían secuestrados y llevados al zoológico. La prepotencia en el trato y la aparición de la palabra “intrusos” en la orden de desalojo bastó para alimentar la certeza de un naufragio inminente.

Como salido de una novela de Rodolfo Wash, un inspector, de nombre Roque Armento, parecía encarnar la posición de las autoridades porteñas: de maneras grotescas y con ademanes de superioridad, inconmovible y reacio a cualquier solución, estaba dispuesto a hacer cumplir el desalojo decretado por el jefe comunal, que por ese entonces era un general de apellido Iricibar.

Sin opciones ante la coacción de las fuerzas de seguridad, significativas en esos momentos de gobierno militar con Onganía a la cabeza, los integrantes de la Caravana recogieron sus cosas y volvieron a acomodar a los animales en los camiones y camionetas. Furioso, pero sobre todo herido, Abdon Vier declaró a un diario porteño: “Somos misioneros pero sobre todo argentinos. No entiendo por qué nos tratan así”.

Con la amenaza de perder todas sus cosas y de pasar 30 días –y quién sabe cuántos más- encarcelado, el Capitán Terrestre indicó el rumbo y la delegación toda orientó el timón hacia la más vistosas de las vidrieras argentinas. Tomaron por la Avenida Las Heras y después por Montevideo, hasta que llegaron a la tradicional calle Corrientes, que los llevaría hacia el ombligo argentino.

En el atardecer del 29 de abril de 1969 la Caravana misionera, después de haber sido expulsada de los terrenos de la ex-Penitenciaría Nacional, se instalaba en las inmediaciones del obelisco. “Había que hacer justicia”, dice Abdon Vier, “porque no era justo que nos desalojaran del lugar que nos habían prometido”.

Los misioneros irrumpían, de esa manera, en el orden porteño, y sin proponérselo, se constituían en una original exposición mundial. Ya el trayecto hacia el obelisco fue secundado por los autos de los principales diarios de Buenos Aires, muchos de los cuales a su vez actuaban como corresponsales en los países del primer mundo. Los peatones se detenían en las veredas para contemplar esa postal cinematográfica, y los autos tocaban bocinas entre curiosos y alarmados.

Una vez estacionados frente al Obelisco, Abdon Vier desparramó los camiones por la 9 de Julio, y ordenó a los choferes que se mezclaran con la multitud. La Policía Federal no supo con exactitud cómo proceder, más allá de demostrar la disponibilidad a utilizar sus armas de guerras. Las discusiones se entablaron entre misioneros y oficiales: los unos no estaban dispuestos a ceder, los otros pretendían hablar con las autoridades municipales. “¿Es que hay que hacer radicación para llegar a Buenos Aires?”, se preguntaban Vier y Zulliani, en un último arrebato de ironía.

La gente que se había acercado a observar a los animales y al gran tronco con el escudo misionero aclamaba para que los dejaran en libertad, a la vez que miles de automovilistas no se ponían de acuerdo para tocar sus bocinas y pedir a gritos que se reconstruyera el normal transcurso del tránsito. La orquesta empezaba a hacer sonar sus canciones folklóricas más conocidas, Ana María Graf agarraba su guitarra y los tigres empezaban a gruñir: un extraño ambiente híbrido, a medio camino entre la imponente ciudad con su ritmo escandaloso y la apacibilidad de la selva misionera.

Mientras los oxidados hilos políticos se ponían en funcionamiento, la atmósfera que rodeó al Obelisco se volvió grisácea con el atardecer y apesadumbrada con las tensiones y el desconcierto generalizado. Las versiones sobre un final negro para la Caravana, junto a la imposibilidad de acercarse a los funcionarios como en los pueblos del interior, acentuaron la angustia y el descreimiento por una resolución positiva. Un matutino remarcó al día siguiente que a pesar de su fortaleza germana, “Vier no pudo contener las lágrimas”. Y el Capitán Terrestre no lo niega ni lo negará: como si hubiera estado ante una tormenta fulminante en altamar, creyó perdido el rumbo.

Finalmente, cuando los semáforos ya deslumbraban a algunos integrantes de la Caravana, una solución a medias resolvió el entuerto: la Intendencia les otorgaría un terreno en Costanera y Pampa mientras se resolvían las demás cuestiones legales. Una vez más, reorientaron el rumbo, y partieron hacia la Costanera con una serie de consecuencias cargando a las espaldas: la irrupción en el orden de una gran ciudad latinoamericana, más de 10000 autos detenidos en la avenida más ancha del mundo, el asombro de miles de personas, el desconcierto de las autoridades y el símbolo porteño arrebatado.

El desenlace: la Exposición

Sin alternativas y con la amenaza de una lluvia inminente, la Caravana tuvo que dirigirse Nuñez, hacia la cabecera norte del aeroparque metropolitano, sobre la calle Pampa y la avenida Costanera. “Somos argentinos”, repetía Abdon Vier, “no pueden tratarnos así en nuestra tierra”.

Una vez que llegaran a los terrenos precariamente otorgados, restaría esperar unos días para que el permiso fuera confirmado. Mientras tanto podrían acomodar los animales y prepararlos para exhibirlos a la gente que iría llegando a cada rato y en cantidades considerables. El tronco con el escudo de Misiones en lo alto y la pareja de guaraníes dando vueltas serían algo así como la certificación incuestionable de la presencia misionera. Recién una semana después, cuando llegara el permiso, podrían pensar en desplegar la “Exposición Itinerante” en todo su esplendor. Poder proyectar, quizás, las películas, llevar a cabo el teatro para niños (en manos de Fausto Zulliani), y hasta hacer exhibiciones con motos sobre el gran tronco. Hasta ese entonces no podrían pensar en cobrar entrada ni disminuir los gastos de todos los días. Miles de personas conocían las bondades misioneras y eso era lo que importaba. Las demás cuestiones iban en decadencia, las pérdidas habían sido considerables y los ánimos ya no eran los del primer día. Por si fuera poco, la lluvia constante amenazaba con convertirse en una fuerte tormenta y encontrarlos solos en una ciudad fría y desconocida.



FINAL

De Puerto Rico al obelisco, de Misiones al mundo, de la periferia al centro, de la más pura ilusión a la certeza de las cosas concretadas, Abdon Vier logró realizar la Caravana a Buenos Aires. Como aquellos que dan todo por lo que creen, creyó en una idea que nacía del trabajo diario; como aquellos que se largan aguas abajo en el rubor de su sueño concretado, formó una delegación de 27 personas; como aquellos que no se desvanecen ante los dedos marcando la locura, se subió a la ardua tarea de capitanear un grupo heterogéneo de personas y animales; como esos capitanes que pudiendo salvarse deciden hundirse cuando sus barcos naufragan, se hundió en un proyecto económicamente adverso; como aquellos recuerdos que no sabemos si realmente ocurrieron o si son producto de nuestros sueños, se apropió del obelisco en la búsqueda y el reclamo de lo que él creía justo.

Y puso el grito en cielo, y dijo Misiones es parte de Argentina. Y aunque la sociedad ha cambiado y las distancias acortado a partir del auge de las telecomunicaciones, la Caravana del 69 fue pionera en esto de ver al turismo como una alternativa económica.

Por más que la memoria acostumbre a jugarnos malas pasadas y solamos olvidar lo importante en manos de lo insignificante, y aunque sólo vivamos un presente continuo con vejaciones al espíritu, sí es cierto que un día un hombre juntó animales y los llevó a la Capital Federal en la ilusión de que Misiones fuera lo que es, es decir "mucho más que cataratas y selva impenetrable, y mucho más que indios y víboras”: una provincia que debía ser considerada argentina, y sobre todo un territorio que tenía que ser reconocido como hermoso.


Kevin Morawicki, Puerto Rico, verano de 2001